
Los zapatos de globito eran muy ligeros, tan ligeros, tan ligeros, que no podían mantenerlo en el suelo, y constantemente salía volando por los aires cuando soplaba el viento.
Entre todos sus amigos lo tomaban de los pies, y contando hasta el tres, lo bajaban entre seis.
Dos de sus amigos le amarraron cubos de hielo que lo mantuvieron en el suelo, pero cuando se derritieron, a volar se fue por los cielos.

Globito, desesperado y cansado de volar, de un árbol se quiso sujetar, pero la rama se quebró y una ola lo revolcó, de aquí para allá, de allá para acá, hasta que el viento otra vez, por los aires lo elevó, y de pronto, muy de cerca, se encontró con el cabello despeinado de un niño recién levantado… y a su revoltijo de sudor, mugresita de la noche y estática, se pegó.
El pequeño extrañado levantó sus manos, porque en su cabeza sentía un movimiento raro.

Tomó a Globito, y mirándolo fijamente, lo saludó con una sonrisa. Lo abrazó con una mano y con la otra tomó un hilo que hace días se hacía más largo y más largo en el cuello de su camisa.
Lo amarró donde los globos tienen el ombligo y se aseguró de que no le faltara nada en la cara.
Al siguiente día, cuando la mañana inicia, el niño estaba sentado, mirando ovejas en el cielo y Globito al lado en su mano, contemplando todo con ojos remarcados, la sonrisa amplia, y sus pies de hilo casi tocando el suelo 🙂