Como buen comerciante intento enfocarme en los números. Todos los números que tengan relación con mi negocio. Los números del reloj, para calcular el tiempo que se invierte en cada operación, los del costo de la materia prima, la cantidad de personas formadas delante de mí en esta tienda para mayoristas, hasta el número de golpes que se propinan un padre, de aproximadamente, 1.68m de altura y su hijo, de aproximadamente, 93cm de estatura.
El niño, visiblemente molesto y sin tener la capacidad evolutiva que caracteriza la madurez, golpeó cuatro veces al padre con la palma de la mano izquierda, en forma de manotazo, directo al antebrazo, muy cerca del codo, ya que sus padres no accedieron a comprarle un producto que impulsivamente él exigía.
El padre, con el rostro serio, firme, frunciendo las cejas cada vez que respondía un golpe por otro golpe, terminó la discusión al sumar cinco impactos en el hombro izquierdo del niño, con el puño cerrado, pero dejando el dedo de en medio un poco afuera, logrando que su contrario mostrara el dolor de la derrota en un rostro a punto del llanto, y con la madre atrás, en primera fila, respirando profundamente.
Al final, el padre logró el objetivo, TRANQUILIZAR AL NIÑO y legitimar su autoridad, educando sin gritar, sin alterar el orden, quizá su argumento sea: “A mí me educaron así y no pasa nada malo”, o quizá diga: “¿de qué manera se pueden controlar a estas criaturas que NO ENTIENDEN con RAZONES?
Desde mi sexto lugar, en la fila de la caja cuatro, y avanzando considerablemente lento debido a fallas del sistema, miraba el combate y pensaba en siete “cosas”:
Uno, la recomendación que el doctor cubano Alfonso Bernal da en su libro Errores en la Crianza de los Niños, donde comenta lo absurdo que es pegarle a nuestros hijos, porque “estamos castigando al pequeño por la educación que le hemos inculcado”.
Dos, el bajo, o nulo, interés de los padres por esforzarse en crear métodos diferentes para convencer a los niños, en lugar de caer inmediatamente en la frustración y optar por la vía de la violencia. Si de verdad, los padres (aquellos que golpean a sus hijos) fueran más inteligentes, podrían pensar en diferentes estrategias para convencer al pequeño de hacer lo que se le pide sin necesidad del golpe o castigos físicos.
Tres, también, llegó a mi mente César Millán, el Encantador de Perros, quien asegura y demuestra en su programa de televisión, que las mascotas caninas pueden ser educadas sin recibir golpes, pero es necesario que el dueño tenga paciencia y tolerancia a la frustración. ¿Acaso nuestros hijos no deben recibir mejor trato que una mascota?
Cuatro, además, recordé que los niños tienen el Derecho a Vivir Libres de Violencia. Éste, junto con otros derechos es defendido y protegido por la UNICEF (Fondo de las Naciones Unidad para la Infancia).
Cinco, ¿qué hará ese pequeño cuando un compañerito suyo, en el colegio, se rehúse a darle lo que él le pide? o ¿le arrebate un material con el que está trabajando? ¿Recurrirá a los golpes como su padre le está enseñando?
Seis, la doctora en psicología Denise Cummins, autora de diversos libros y colaboradora de la revista digital Phychology Today, asegura que golpear a los niños tiene consecuencias negativas tanto en el niño como en el padre. Por una parte, el padre aprende que golpeando al niño se desahoga, y por otra, el pequeño aprende que golpear a una persona más pequeña y débil es correcto.
Y siete, un estudio de cinco décadas, que involucra más de 160 mil niños, realizado por investigadores de las universidades de Michigan y Texas, en Estados Unidos, reveló que corregir con castigo físico a los niños está ligado con: Resultados perjudiciales en su DESARROLLO, y NUNCA brinda las respuestas “positivas” en el comportamiento inmediato o a largo plazo que buscan los padres.
Es decir, si los padres castigan físicamente a un niño en una tienda de mayoristas, para que no pida el juguete de moda que más le gustó, no evitarán que la próxima vez que aparezca otro juguete de moda, tenga un comportamiento parecido.
Antes de salir de la tienda, sosteniendo el ticket junto a la tarjeta de mayoristas en una mano, y empujando el carro de la compra con la otra, recuerdo los dorsos de las manos de mi hijo cayendo sobre mi estómago, su sonrisa con todos los dientes de leche bien alineados y sus ojos muy abiertos, brillando de felicidad.
Lo recuerdo reír y saltar mientras me dice: “vamos a jugar a los monos, vamos a pelear”, lo que significa saltar encima de mí y golpearme con sus manos como lo vio en una película de Tarzán, y pienso que, aunque la violencia se nos presenta divertida e inofensiva, en la realidad siempre duele, humilla y deja marcas.